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El día en que Pantani se convirtió en mito

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En la localidad italiana de Rímini, a orillas del mar Adriático, se encuentra el Hotel Residencia Le Rose. El lugar donde Marco Pantani exhaló su último aliento un 14 de febrero de 2004. Aquel día, solo y abandonado a su suerte, el italiano no era ni la sombra de lo que fue años atrás. En su cabeza, una frase no dejaba de repetirse: «Echaré de menos el ciclismo, pero, estoy convencido, más me echará de menos el ciclismo a mí», las palabras que pronunció en una de las últimas entrevistas que concedió.

Pantani deseaba volver atrás en el tiempo, concretamente, retroceder hasta el 27 de julio de 1998. Una fecha en la que el Tour de Francia vivía en estado de ‘shock’ por el caso Festina. La detención del masajista del equipo, Willy Voet, cuando se dirigía a la salida de la carrera con doscientas ampollas de EPO, casi cien de hormonas de crecimiento y docenas de cajas con testosterona, había derivado en la expulsión de la escuadra francesa y la posterior detención de sus integrantes.

Lideraba la prueba el alemán Jan Ullrich. Un portento de la naturaleza. Con una planta y un estilo muy similar al de Miguel Indurain. Imparable en la contrarreloj, sólido en la montaña. Muchos veían en el germano el relevo natural del navarro. En el ambiente flotaba la idea de que era invencible. La única duda estaba en el número de victorias que alcanzaría en la ronda gala. Todos pensaban que corredores así eran imbatibles. Todos menos uno, Marco Pantani.

El día amaneció frío y lluvioso en Grenoble, en el corazón de los Alpes. Por delante aguardaban la Croix de Fer, Télégraphe, Galibier y el final en Les Deux Alpes. Casi nada. La climatología no invitaba a moverse ni a hacer disparates. Nadie lo sabía, todo estaba estudiado. Pantani así lo había pactado con los elementos. El golpe de gracia estaba medido. La carrera se disponía a sufrir un vuelco espectacular. Una jornada memorable.

Mediado el Galibier, a 45 kilómetros para la meta, Pantani ya había visto suficiente. Los ataques de Fernando Escartín y Luc Leblanc -entre otros- habían descompuesto al equipo del líder, el Telekom. El ataque estaba servido. Ataviado con su habitual pañuelo a la cabeza y con las manos agarradas en la parte inferior del manillar (algo que solo él era capaz de hacer), ‘El Pirata’ salió volando. Al abordaje. Ullrich, que ya había dado muestras de no ir muy sobrado, tan solo pudo mirar como el insurrecto empezaba a poner tierra de por media.

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En un primer momento, Leblanc intentó seguirle. Chava Jiménez, uno de su misma estirpe, también quiso aferrarse a su rueda. Los dos, abulense y transalpino, lo habían hablado el día anterior, pero el de Cesenatico había metido el turbo y nadie iba a poder aguantarle. Pantani sabía que para tumbar al teutón tenía que hacerlo desde lejos. Algo con lo que pocos se atrevían en esa época. Aquello era una osadía, una insensatez, un todo o nada. En la cima del Galibier, el italiano ya aventajaba a Ullrich en casi tres minutos.

En un descenso espeluznante, con el asfalto convertido en una pista de patinaje y con parada incluida para ponerse el chubasquero, el ciclista transalpino aguardó la llegada de más corredores que le ayudasen en el largo valle que conducía al pie de la última ascensión. En ese terreno la colaboración del Kelme fue providencial. Al maillot amarillo, que incluso sufrió un pinchazo, no le salía nada. Las condiciones eran las peores posibles. En ninguno momento paró de llover.

Solamente quedaba la subida final a Les Deux Alpes. Pantani volvió a quedarse solo en cabeza. Escartín fue el último en perderlo de vista. El italiano estaba desatado. La excitación y toda la adrenalina que segregaba su cuerpo en ese momento, le hacían inmune al dolor. Ya no sentía nada. Cada pedalada que daba era un hachazo hacia la cima y un directo al mentón de Ullrich, que naufragaba en compañía de sus compañeros Bjarne Riis y Udo Bolts con claros síntomas de desfallecimiento.

Por la interminable recta de meta emergió la diminuta figura de Pantani a lomos de su Bianchi, más agigantado que nunca. Se dejó hasta la última gota del depósito esprintando y solo dejó de pedalear en los últimos metros para levantar los brazos. Su rostro reflejaba una expresión a medio camino entre la alegría y el sufrimiento. Casi nueve minutos más tarde, llegaba Ullrich derrotado y fundido. El de Rostock, con 24 años y toda una carrera por delante, nunca más volvería a vestirse de amarillo.

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Seis días despúes, ‘El Pirata’ se coronaba en París. Italia llevaba 33 años sin vencer en la ronda gala (Felice Gimondi, 1965). Hasta la fecha, Pantani ha sido el último italiano en lograrlo. Lo hizo tras conquistar en el Giro de Italia, firmando un doblete que nadie ha vuelto a lograr. Aquel 27 de julio Marco Pantani salvó al Tour del desastre. Algo que no pudo hacer por él mismo seis años más tarde. Cuando, en aquella habitación del hotel de Rímini -víctima de la depresión y las drogas- se marchó para siempre. Lo hizo de la misma forma que en aquella tarde, en el Galibier: en solitario y para convertirse en mito.

Antonio Martín, el heredero que no pudo reinar

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Corría el año 1993. Miguel Indurain acababa de lograr su tercer Tour de Francia consecutivo, igualando a los históricos Philippe Thijs, Louison Bobet y Greg LeMond y firmando su segundo doblete Giro-Tour seguido. En la Vuelta a España, el suizo Tony Rominger consigue su segunda victoria demostrando que su triunfo del año anterior no fue fruto de la casualidad. Eran tiempos en los equipos ciclistas españoles ya pasaban serias dificultades para encontrar patrocinadores, lo que provocó la desaparición del Amaya Seguros de Javier Mínguez, actual seleccionador nacional.

Aquel conjunto fue absorbido por el Banesto de forma casi íntegra (corredores, directores, médicos, masajistas, mecánicos), dando lugar a una escuadra temible. De golpe y porrazo, la formación navarra contaba con dos de las mayores promesas del ciclismo español, Antonio Martín y Mikel Zarrabeitia, además de otros corredores de la calidad de Melcior Mauri, Jesús Montoya o Vicente Aparicio para arropar a su líder. José Miguel Echavarri, director deportivo del Banesto,se frotaba las manos. «Contamos con el pasado (Pedro Delgado), el presente (Miguel Indurain) y el futuro (Antonio Martín) de nuestro ciclismo», aseguraba. Sueños, proyectos y ambiciones que iban a romperse en pedazos pocos meses después

Son las 14:30 del 11 de febrero de 1994. Sobre el asfalto de la N-320, a la altura del kilómetro 338, yace sin vida el cuerpo de Antonio Martín Velasco, de 23 años y natural de Torrelaguna (Madrid). Un camionero acaba de arrollar al ciclista con mayor proyección del pelotón español, golpeándole con el espejo retrovisor y causándole la muerte en el acto. El joven corredor había salido a entrenar en compañía de su amigo Ángel Luis Robledillo, cuando en una curva -a escasos cuatro kilómetros de su casa- un camión isotermo se lo llevó por delante; a él y a todas las esperanzas de proclamar a un nuevo campeón de la bicicleta.

La noticia conmocionó al mundo del ciclismo y al del deporte en general. Antonio Martín estaba considerado como el relevo natural de Miguel Indurain, un calificativo que se había ganado a pulso en su primera y única participación en el Tour de Francia (1993). El madrileño ocupó el 12º puesto en la clasificación general, siendo el mejor joven por delante de su compañero de equipo Oliverio Rincón y Richard Virenque. Su debut en la ronda gala causó una magnífica impresión, demostrando que estaba llamado a hacer grandes cosas.

Martín lo tenía todo para heredar el trono del gigante navarro. Había aterrizado en el equipo idóneo para continuar con su aprendizaje, donde Echavarri podría moldear a otro ganador de la ‘grande boucle’ como ya hiciera con Delgado e Indurain. Por otra parte, el Tour -ese dragón de mil cabezas capaz de devorar a cualquier principiante por bueno que parezca- había dado el visto bueno en su estreno. Y además, poseía esa cualidad innata que distingue a los grandes ciclistas del resto: la capacidad para leer la carrera en todo momento y escoger el momento preciso para dar el golpe. Estábamos ante un corredor que se manejaba con soltura en todos los terrenos y con un amplio margen de mejora.

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Su primer año como profesional no dejó indiferente a nadie. Vencedor de la Hucha de Oro, segundo en la Vuelta a Murcia, en la Vuelta a La Rioja y en la Clásica de Ordizia y, sobre todo, el tercer puesto en la general de la Volta a Catalunya. Allí, los expertos concluyeron que estaban ante un ciclista especial. Uno de los elegidos. Con solo 22 años fue capaz de meterse en el podio de una carrera tan exigente como la Volta. Basta con mirar el nombre de los dos corredores que finalizaron delante suyo: Miguel Indurain y Tony Rominger, a los que plantó cara en la subida a la estación de Vallter 2000.

1993 fue la temporada de su confirmación como promesa y la de su bautizo de fuego en el Tour de Francia. Javier Mínguez alistó al de Torrelaguna en el ‘9’ del Amaya Seguros, con la intención de que descubriera la carrera más dura por etapas y con la única misión de aprender. Y el novato superó todas las expectativas. Siempre cerca de los mejores en la alta montaña. Siempre metido en carrera, como un veterano, para terminar en el 12º puesto de la general, siendo el mejor joven, el primer corredor de su equipo y el tercer español por detras de Indurain (1º) y Delgado (9º). Para rematar el año, repitió su 3ª posición en la Volta a Catalunya a la que añadió un triunfo parcial en Pla de Beret.

El joven Martín quemaba etapas con la misma facilidad que pedaleaba. Su llegada al Banesto supondría un nuevo salto cualitativo en su carrera. Allí iba a seguir creciendo al lado del mejor, el gran Indurain. Maestro y discípulo ya se conocían en la carretera como rivales. En la concentración del equipo en Palma de Mallorca entrenaron por primera vez como miembros del mismo conjunto y descubrieron que eran bastante parecidos. Se trataba de dos personas sencillas, tímidas, calladas y con un carácter reservado. Señales que parecían indicar que en el futuro compartirían muchas más cosas. Pero el destino, traicionero, tenía otros planes para Antonio.

Todo se terminó en una aciaga tarde del mes de febrero. La vida del ciclista español más prometedor de los últimos tiempos quedó truncada en esa curva maldita de la N-320. La línea sucesoria se vio interrumpida de forma traumática. En los años venideros aparecerán nuevos candidatos (Abraham Olano, Ángel Casero, José María Jiménez) a convertirse en herederos del irrepetible Miguel Indurain. Ninguno como Antonio Martín. El chico que maravilló a todos en el verano de 1993.

Indurain, la saga continúa

En las últimas semanas un apellido muy familiar ha vuelto a sonar con fuerza en los medios especializados en ciclismo. Se trata de Indurain, una palabra que evoca la época más gloriosa de este deporte en nuestro país. La culpa la tiene Miguel Indurain júnior, el hijo mayor del mejor corredor español de todos los tiempos.

A sus 17 años, el primogénito del cinco veces ganador del Tour de Francia se ha proclamado campeón de Navarra en ruta y en contrarreloj en su categoría. Estas dos victorias, unidas a su genética privilegiada, le han puesto en boca de todos. No es el primer corredor que ve como su vástago sigue sus pasos. Como ejemplos están los Merckx (Eddy y Axel), los Roche (Stephen y Nicolas) o los Schleck (Johny, Frank y Andy).

Cuando Miguel Indurain Larraya anunció un 2 de enero de 1997 que colgaba la bicicleta, explicó brevemente los motivos que le llevaron a tomar esa decisión. «Creo que ya le he dedicado el tiempo suficiente al ciclismo de competición y ahora deseo disfrutar de este deporte como afición. En definitiva, y tras meditarlo minuciosamente, pienso que he tomado la mejor decisión para mí y para mi familia. Ellos también me están esperando», aseguró. La familia eran su mujer Marisa y su hijo Miguel, nacido en diciembre de 1995.

16 años después de que el ciclismo español quedara huérfano de su gran campeón, otro Indurain llama a la puerta. Todos los que lo han visto aseguran que se trata de una ‘fotocopia’ del padre. Alto y robusto, con largas piernas y una musculatura todavía por definir. Tímido e introvertido, se entrega en cuerpo y alma al entrenamiento. Siempre en silencio, huyendo de los focos y de todo el ruido que genera su apellido.

El joven Indurain corre en las filas del Club Ciclista Villavés -el equipo donde el pentacampeón dio sus primeros pasos- y a las órdenes de Pepe Barruso, el hombre que comenzó a esculpir a su progenitor antes de convertirse en la máquina de pedalear perfectamente desarrollada por José Miguel Echavarri en el Banesto. El padre afirma que su perfil se adapta más al de un rodador que al de un escalador, pero a estas edades todavía es imposible conocer sus limitaciones.

Su exhibición en el campeonato de Navarra contrarreloj, donde recorrió los 10 kilómetros del recorrido a una media de 40 kilómetros por hora, hizo recordar a más de uno las demostraciones de Miguel Indurain senior en la lucha contra al cronómetro. Otro guiño al pasado son las muestras de compañerismo hacia otros miembros del equipo, de las que se han hecho eco algunos medios.

Una planta muy similar, un físico privilegiado, un carácter reservado y generosidad con los compañeros. Los comparaciones están ahí. De momento, esto es solo el principio de un largo camino hacia la cima. El tiempo dirá si otro Indurain inscribe su nombre con letras de oro en las páginas del deporte español.

Óscar Freire: la vida en arcoíris

Hay fechas que cambian para siempre la vida de una persona. Hechos que modifican el transcurso de las acontecimientos. Días que marcan un antes y un después en la carrera de un deportista. A Óscar Freire Gómez (Torrelavega, 15-2-1976) ese día le llegó el domingo 10 de octubre de 1999 y de una manera hermosa e inesperada.

Se disputaba en Verona (Italia), la prueba en ruta del Campeonato del Mundo de ciclismo. Último kilómetro y un grupo de nueve corredores van a jugarse la victoria. En la escapada marchan corredores de la talla de Jan Ullrich, Frank Vandenbroucke, Oscar Camenzind o Dimitri Konyshev. Todos aguardan. Hay mucho respeto. El esprint parece inevitable.

Los nueve toman la última curva en fila india. Al fondo, tras una larga recta, se ve la línea de meta. A la salida de la curva todos los corredores se mueven hacia a la izquierda salvo uno, que arranca por el lateral derecho de la carretera. En el grupo, los ocho ciclistas restantes dudan, se miran unos a otros, nadie arranca. Cuando quieren darse cuenta ya hay un nuevo campeón del mundo. Es español, tiene 23 años y se llama Óscar Freire.

Hasta ese momento, Freire era un completo desconocido. Pertenecía al equipo Vitalicio Seguros y era su segundo año como profesional. El año 1999 no había sido bueno para el cántabro, apenas había competido por las lesiones (una constante a lo largo de su carrera) y muchos veían con escepticismo su presencia en la lista del seleccionador Paco Antequera para el Mundial.

Comenzaba así el idilio de un ciclista con una prueba, el Mundial; y con una ciudad, Verona, donde el destino le tenía reservado otra cita con la historia. España no estaba preparada para la irrupción de un ‘clasicómano’ como Freire. Un país que todavía vivía del recuerdo de los triunfos de Pedro Delgado y Miguel Indurain, con una cultura ciclista que se le limitaba a las grandes vueltas. Por eso, tuvo que emigrar a equipos extranjeros.

De haber nacido belga, holandés o italiano, habría sido un héroe nacional. Un corredor mágico, irrepetible, con un olfato descomunal para las pruebas de un día. Freire abrió caminos inexplorados por el ciclismo español. Conquistó triunfos nunca antes logrados por corredores españoles como la Flecha Brabanzona (2005, 2006 y 2007), la Vattenfall Cyclassics (2006), la Gante-Wevelgem (2008), la París-Tours (2010) o el maillot verde del Tour de Francia (2008).

Famoso por sus victorias como por sus despistes. Capaz de olvidar el pasaporte a la hora viajar o de no recordar el hotel donde se encontraba alojado. Pero ese hombre distraído se transformaba en un auténtico depredador sobre la bicicleta. Agazapado durante toda la carrera para dar el zarpazo definitivo en los metros finales. Como en el Mundial de Lisboa 2001, donde surgió de la nada y pegado a las vallas para anotarse su segundo arcoíris.

Freire infundía una sensación de respeto y temor en sus adversarios, que sabían que hasta la última pedalada podía robarles la cartera. Mario Cipollini y Erik Zabel lo sufrieron en sus propias carnes, cuando ya levantaban los brazos y vieron como el de Torrelavega les levantaba la victoria en los metros finales en la Tirreno-Adriático y la Milán-San Remo, respectivamente. La ‘classicisima’ fue otra de sus pruebas fetiche con tres entorchados (2004, 2007 y 2010). Siempre solo, buscándose la vida en los esprints, como en la mayoría de sus triunfos.

Spain's Oscar Gomez Freire (2nd L) cross

No fue el caso del Mundial de 2004, cuando el cántabro se encargó de rematar un descomunal trabajo de la selección española. En su ciudad talismán -Verona- y lanzado por Alejandro Valverde en la misma recta donde se destapó en 1999, Freire se convertía en leyenda al igualar a Alfredo Binda, Rik Van Steenbergen y Eddy Merckx con tres Mundiales. Desde entonces, la ciudad tiene dos historias de amor que contar: la de Romeo y Julieta y la de Freire y Verona.

El sueño del cuarto arcoíris no se apagó hasta el último día. Freire se despidió con un décimo puesto en Valkenburg, el mismo escenario donde disputó su primer Mundial en 1998. Seguramente, a partir de ahora muchos comprenderán lo que ha significado para este deporte y valorarán sus victorias como se merecen. De momento, en el próximo Mundial de Florencia, la selección española se sentirá más huérfana que nunca sin la presencia de su tricampeón.

Cuando éramos reyes

Hubo un tiempo en que la selección española lo fiaba todo a la prueba contrarreloj en el mundial de ciclismo. Eran los años de los especialistas en la lucha contra el cronómetro: Miguel Indurain y Abraham Olano devoradores de rectas interminables, máquinas capaces de mover desarrollos brutales. Porque, hasta la llegada de Óscar Freire y exceptuando el doble histórico en Colombia 1995, en la prueba en línea éramos meros comparsas.

Sin embargo, los tiempos cambian y la situación se ha invertido. Con la explosión de Freire fueron sumándose corredores como Igor Astarloa, Alejandro Valverde, Samuel Sánchez o Purito Rodríguez, conviertiéndonos junto a Italia en la gran potencia de la prueba en ruta en los últimos años. Este esplendor en la prueba en ruta vino acompañado de un declive en la crono, donde España no consigue medalla desde 2005, cuando José Iván Gutiérrez se colgó la plata en Madrid.

La lucha contra las manecillas del reloj empezó a formar parte de los Mundiales en 1994, siendo el británico Chris Boardman su primer campeón. Al año siguiente , Indurain y Olano ofrecieron un auténtico recital en Duitama con un doblete oro-plata que repeterían cuatro días después en la prueba en línea intercambiándose los papeles. Era la primera vez que la selección española colocaba a dos integrantes en el mismo podio.

El propio Abraham Olano conseguiría un hito histórico en 1998, convirtiéndose en el primer ciclista que se proclamaba campeón del mundo en las dos especialidades (actualmente sigue siendo el único). En la localidad holandesa de Valkenburg y en un circuito muy similar al de la edición de 2012, el de Anoeta sumó su segundo maillot arcoíris seguido de su compatriota, el catalán Melcior Mauri.

Sorprendente y muy meritorio fue el bronce obtenido por Igor González de Galdeano en Zolder 2002, donde batió a auténticos especialisitas y solo se vio superado por el colombiano Santiago Botero y el alemán Michael Rich. Tres años más tarde llegaría la plata de Iván Gutiérrez, la última medalla hasta la fecha. Desde entonces, los españoles siempre han estado lejos de la lucha por los metales.

Suiza con cinco oros (cuatro de Fabian Cancellara y uno de Alex Zülle) y Alemania con cuatro (dos de Ullrich y otros dos de Bert Grabsch y Tony Martin) encabezan el medallero histórico. Le siguen Australia con tres (los tres de Michael Rogers) y España con los dos mencionados. El oro parece reservado para el actual campeón, Tony Martin, pero la ausencia de especialistas como Cancellara, Wiggins o Froome abre el abanico para el resto. Alberto Contador y Jonathan Castroviejo quieren pescar en río revuelto. En sus manos está recuperar el cetro que durante un tiempo pertenecía a nuestros hombres.